Rosas de Octubre

Woman, garden and dreams by Andrei Belichenko

La brisa templada traía consigo el perfume del campo, se paseaba por entre sus tobillos acariciándole los pies descalzos, despeinándole juguetonamente el cabello y haciendo temblar su liviano vestido blanco.  Pero nadie había alrededor que pudiera admirar la extraña belleza del conjunto formado por Emma y aquél entorno desaliñado que un día fue su hogar. Sólo la casa, oscurecida, decrépita y completamente vacía la observaba con terrible ceño renegrido. Ella, por el contrario, no le concedió ni una sola mirada. Hacerlo siempre le producía un intenso dolor en todo el cuerpo y ya pasó una vez por ello, no quería revivirlo. Su regreso debía ser gozoso por los buenos momentos vividos... y por los que vendrían en un futuro eterno cuando él volviera a tomarla de la mano.

En su sosegado deambular con la vista clavada en el horizonte, entrevió un arbusto cargado de rosas pegado a la valla. Inspiró profundamente apurando el paso, atraída por el exquisito colorido y el delicado aroma que flotaba en el aire. Se acomodó sobre la valla envejecida y acercó el rostro para embriagarse del perfume de sus flores predilectas, las mismas que mucho tiempo atrás cuidó con amorosa dedicación. Estaban parcialmente cubiertas por hierba alta, sin embargo, pese a sus muchos años de lucha contra el abandono habían continuado floreciendo cada primavera con enconado ahínco. Emma las percibió tan tersas y aterciopeladas como si no hubiera transcurrido el tiempo.

     

     -¿Nos vamos ya, abuelo? Todo sigue como siempre, cada año es lo mismo, o diría que peor.

     -¿Es que no ves que han florecido las rosas junto a la valla?

El joven siguió la dirección de la mirada acuosa de su abuelo. Todo lo que vio fue una verja podrida cubierta de maleza reseca bajo un árbol que ya había perdido casi todas sus hojas.

    -Anda, vamos a casa, está refrescando mucho y no le conviene a tus huesos. Si mamá se entera de que te he vuelto a traer aquí se enfadará conmigo.

      -¿No las ves, Martín? -insistió el anciano.

    -No abuelo, hoy es 31 de octubre, ¿recuerdas? No florecen las rosas en octubre, y menos en este lugar deprimente. El viejo le dirigió una mirada indefinible.

     -Tienes razón, hijo, me falla la vista. Hala, vuelve al coche, déjame un ratito más aquí; te prometo que enseguida nos vamos.

      -Pero...

      -Nada, nada, chico. Marcha que ahora voy yo.

Su nieto accedió de mala gana. 

Cada año, desde el primero que el abuelo le pidió que le llevara a la casa en la que él y la malograda abuela fueron tan felices rezaba para que no se volviera a repetir la visita. Y cada año, uno tras otro, sin falta, el anciano le suplicaba que le acompañara. Era su único aliado. Después regresaban a casa, ambos taciturnos, y el abuelo permanecía ausente durante días. Detestaba verle así, como en otro mundo, un mundo que sólo le pertenecía a él y a la abuela Emma.

     

     -Emma...

Ella se volvió a mirarle. Su mirada tenía exacta intensidad que la de aquella primavera añeja. La brisa descarada alborotaba el espeso manto que era su melena oscura y movía delicadamente el vaporoso vestido blanco. Era así, exactamente, como la recordaba. 

     -Mi amor -susurró ella como en un lejano eco. 

Un airecillo cálido, de otra época, le trajo sus palabras, le acarició el rostro y le envolvió causándole un dulce escalofrío.

    -Por fin estás aquí -sonrió el hombre aspirando el sutil aroma a rosas que trajo con él.

Su nieto, desde el coche, le descubrió sentado en el suelo con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Parecía que dormitaba.

     -Bueno, ya está bien, esto es el colmo -masculló saliendo del auto. Se llegó hasta él a grandes zancadas primero pero, en algún momento del camino, sintió que sus piernas perdían fuerza, que se negaban a obedecerle. Olfateó el aire, extrañado. Rosas, olía a rosas. Tuvo la certeza de que algo no marchaba bien.

    -¡Abuelo! ¡ABUELO! ¡No, no, no! -gritó al tiempo que recuperaba el dominio de sus piernas.

El anciano tenía un semblante sereno. Los párpados apergaminados apagaban el exiguo brillo de sus ojos cansados. Sonreía apenas perceptiblemente. El joven le contempló con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, vencido.

    -Sabía que un día pasaría esto, abuelo, no me engañabas.

Con delicadeza tomó en brazos el delgado cuerpo inerte. El perfume a rosas se intensificó y eso le hizo volver a mirar donde el anciano le dijo que florecían.

Esta vez sí las vio.

                         Ana Sefern

Estoy de vuelta. No sé si por mucho o poco tiempo, eso sólo el tiempo lo sabe. Espero que os gusten estas Rosas de octubre, huelen distinto y no se las encuentra uno así como así.